viernes, 15 de abril de 2016

La República de los maestros.



"De todas las historias de la Historia
sin duda la más triste es la de España,
porque termina mal. Como si el hombre
harto ya de luchar con sus demonios,
decidiese encargarles el gobierno
y la administración de su pobreza."

De "Apologia y petición", Jaime Gil de Biedma.

Unas horas caminando por el centro de mi ciudad, Barcelona, permiten contemplar las máscaras de la pobreza: carteristas, mendigos, manteros, limpiacristales o putas. Detrás de todas ellas, seres humanos con idéntico e inalienable derecho a una vida digna.
Dicen los señores del dinero que la crisis ha terminado, pero, frente sus irrefutables estadísticas, se alza la firme terquedad de los hechos o, como diría Eduardo Galeano, la existencia de los nadie.

Hace 85 años, una España más pobre que la de hoy, pero con la misma visión fatalista de la vida, se dolía por la corrupción de sus pudientes y la miseria de todos los demás.
Un grupo de intelectuales y políticos consiguió encender la conciencia apagada de los españoles, llevando la alegría y la esperanza  a las calles, a las plazas. En uno de los pocos actos colectivos de soberanía que se le recuerdan, la ciudadanía dio vida a la República y forzó el exilio del rey ladrón, Alfonso XIII.
La República, muy prudente en sus procedimientos y objetivos, quiso redimir a España sacándola de los confesionarios para meterla en las aulas.
Desgraciadamente, más hecha para la dialéctica que para la guerra, la República no supo entender que los enemigos seculares de la libertad estaban resueltos a acabar con ella, fuera cuál fuera el precio que hubieran de pagar los españoles.

Cuando, en las últimas semanas de guerra, los fascistas se acercaban a Alicante, un grupo de maestros y altos cargos del ministerio de Instrucción Pública se organizaron  para que, los niños y adolescentes que vivían en la ya exigua zona gubenamental, siguieran con sus estudios; existía la firme convicción de que la República podía perder la guerra, pero los muchachos y muchachas no podían perder el curso de ninguna manera.
Esta anécdota refleja, como pocas, el espíritu que prendió las última luces de España.

Honremos su memoria.