martes, 2 de junio de 2015

La vida es silbar y los silbidos fútbol son.

El pasado sábado se jugó la final de Copa del Rey entre el Athletic de Bilbao y el FC Barcelona, una tradición no tan reciente, como podrían pensar los más jóvenes. Sí es más reciente, en cambio, la costumbre de silenciar el himno español con una sonora pitada a cargo de las dos aficiones.
A partir de este hecho, se ha levantado una absurda polémica sobre el valor moral que deben tener los símbolos nacionales (¿de qué nación?) y el respeto debido o la protección jurídica del que ese supuesto valor les hace acreedores.

Personalmente, no siento ningún respeto por más símbolos nacionales que los austrohúngaros y la bandera republicana española. Mi criterio para sostener este posición es, como corresponde, una pura incoherencia anclada en las entrañas y alejada de la razón. Así sucede siempre con todos y cada uno de nosotros, es absurdo tratar de racionalizar la patria y los símbolos que la representan, precisamente porque su función es la excitar los ánimos y crear estados de una cierta inconsciencia colectiva.
Nadie duda, a estas alturas, que las patrias han sido el mejor invento de las clases dominantes para convencer a las dominadas de que existe algo compartido por todos en igualdad de condiciones, y que además es más importante que cualquier otra cosa que los menos favorecidos, en casi todos los sentidos, puedan imaginarse. No tenían otra manera los primeros de convencer a los segundos para que fueran a luchar por sus privilegios, incluso a costa de perder la vida. La vidas, sobre todo las de los pobres, serían algo de importancia mucho menor que las patrias, sobre todo las de los ricos.

El sistema de equilibrios entre importancias es exactamente el mismo en la guerra y en el fútbol, con una diferencia esencial, afortunadamente, en el número de muertos. Pero, a partir de ahí, solo encontramos coincidencias: lo único que importa es ganar la contienda, y si esta es contra el más poderoso de los enemigos, o el que más antipatías despierta entre los nuestros, mucho mejor. Para ganar, atendiendo a las diferentes épocas y circunstancias sociopolíticas, vale todo o casi todo: tener la bomba atómica en 1945 o tener a Messi en 2015. No olvidemos que también se reconoce como inevitable la vejación del enemigo, algo que dice muchas cosas de nuestro supuesto progreso social.
Resulta sorprendente, por otro lado, comprobar la gran cantidad de idiotas que podemos encontrar entre los generales y los héroes de ambas actividades . Hablo de ese tipo de idiotas que solo toleramos porque nos hacen felices cuando desarrollan y ejercitan su única habilidad.

Acabo. Todos aquellos que se rasgan las vestiduras y se mesan los cabellos por ver menospreciada su patria o su equipo, lo hacen siempre por dos únicos motivos: porque no creen que haya cosas más importantes (la educación, la poesía, el amor, los efectos de los rayos gamma sobre las margaritas, la sanidad, la cultura, la justicia, la larga agonía de los peces fuera del agua, etc.) y, también, porque atizar el odio al enemigo exterior tapa los desastres y vergüenzas que provocan la codicia y la incompetencia de las élites, sean estas presidenciales de gobierno o de club. Por último, es perfectamente compatible silbar al himno enemigo y desear arrebatarle sus trofeos más preciados. De hecho, es lo propio.