sábado, 14 de agosto de 2010

Lluvia

En estos momentos llueve sobre Barcelona. A mí no me entristece la lluvia: me gusta. Sobre todo, cuando se acompaña del resplandor anaranjado con el que el alumbrado público tiñe las noches de la ciudad.

Una de mis actividades favoritas es salir a la terraza cuando llueve, bajar el toldo y agazaparme en la oscuridad, mirando el ir y venir de la gente; escuchando el chapoteo suave del agua. He llegado a convertir la terraza en una suerte de dormitorio improvisado, para disfrutar más de noches como la de hoy.

Alguien debería explicarme esta querencia casi patológica por la lluvia, la penumbra, el color gris y los desengaños amorosos. Probablemente tengan alguna relación, pero no soy capaz de encontrarla.
A veces he pensado que mi predilección por las cosas escasamente alegres es indispensable para escribir poesía, pero me consuela poco la idea.

Si me dieran a elegir entre una de mis aficiones tristes y una caricia, dudaría, o tal vez no, pero que me lo plantee no deja de sorprenderme después de cuarenta y cinco años.

Esta mañana me he dado cuenta de que la posibilidad de enamorarme, me da miedo. Ya sé que he dicho que tengo querencia patológica por los desengaños amorosos, pero la posibilidad de enamorarme me da miedo, como el dolor, sin más. Será cosa de la edad, cuanto más mayor, más miedoso. Aunque el desengaño posterior sea una inagotable fuente de inspiración poética y escribir poesía sea la mejor terapia que conozco para aplacar mis muchas rarezas.

Voy a prepararme una manta fina para pasar la noche en la terraza: el ruido de la lluvia aclara las ideas y espanta algunos miedos. No todos.