viernes, 14 de mayo de 2010

Un deseo razonable

Cuando llegó a Barcelona con su hijo, que era pequeño, esperó en la estación de tren varias horas. No venía nadie, así que cogió un taxi y se dirigió al hotel - había tenido la precaución de reservar habitación por lo que pudiera pasar-.
Era muy cómodo y la espera interminable, pero no quería llamar ni presentarse en la casa. El niño dormía.

Le conoció a través de unos amigos y, como ellos, estaba vinculado al mundo de la cultura y la propiedad intelectual, algo que le pareció atractivo. Congeniaron rápidamente y mantuvieron una relación a la distancia de una península entera. Los viajes entre Barcelona y Lugo no eran fáciles, pero le servian para escapar unos días de su marido, su suegra, sus padres y sus amigas de siempre, que tanto detestaba.
Ella creía que también tenía derecho a una vida feliz o, al menos, a una vida sin mentiras. Algo muy razonable.
En Barcelona tenía una relación sexual que no pasaría a la historia de las grandes relaciones - sexuales-, alguien con un punto interesante de misterio, que le escuchaba siempre y le hacía reír a veces; mucho más de lo que tenía en Lugo. No le costó mucho decidirse, cogió su dinero, a su hijo y le dejó una carta a su madre.

Tres días después, decidió ir al bar donde habían tomado tantas veces una caña antes de cenar o después de joder, pero no estaba; hacía algunos días que no le habían visto por ahí. No podía permanecer mucho más tiempo en el hotel sin saber a qué atenerse y decidió ir a su despacho.
Cuando llegó al portal llamó por teléfono, el número estaba fuera de servicio; preguntó al portero y le dijo que los abogados se habían marchado un par de semanas antes, que algunos rumores los vinculaban a una banda de delincuentes. Tampoco averiguó nada entre sus amigos de Barcelona, le habían perdido la pista como a tanta otra gente que iba y venía de la ciudad.

De regreso al hotel, pasó por la estación y cogió billetes para el tren de Lisboa.